lunes, 28 de marzo de 2016

De Cruyff y el amor al fútbol

Me enamoré del Real Valladolid cuando aún no tenía edad para saber qué era eso del amor. De la mano de mi abuelo nació un sentimiento visceral, que va más allá de la razón y lo razonable. Mi amor por el fútbol es otra cosa. Era 1992 y un equipo de locos con un genio holandés a la cabeza estaba a punto de cambiar la historia de un club, de una liga, de una competición, de un deporte y de una niña de once años.


Elegante como pocos y veloz como ninguno, Cruyff ya había cambiado el mundo cuando era jugador. Aquel flaco que había respirado la cantera del Ajax consiguió lo imposible: ganar un Mundial aún perdiéndolo. Alemania se coronó en 1974 pero en la mente colectiva aquella Copa del Mundo la ganó Holanda con Cruyff al frente. Aquel fútbol nacido del pequeño país holandés enterró el catenaccio a golpe de pala y enseñó al mundo que todo podía ser diferente, que el fútbol era para disfrutar y no para sufrir.

Nunca lo he visto en acción, más allá de los goles y las jugadas aisladas que reponen en televisión, pero me lo he imaginado muchas veces, delgado y arrogante, con el balón siempre en los pies, pensando el fútbol antes de ejecutarlo, un icono de los 70 que nunca viví. Pero sí que vi en directo a su Dream Team.

Muchos fueron los que llamaron loco a Cruyff por su valiente 3-4-3, los que le criticaron por fichar a un central holandés desconocido, por jugar con dos laterales bajitos, por preferir centrocampistas jugones al físico de siempre, por levantarse, por respirar. Porque a Cruyff nunca le faltaron detractores, como todos los visionarios tuvo que enfrentarse a los que son incapaces de ver más allá de sus narices.

Todos tuvieron que callar cuando Koeman mandó el balón al fondo de las mallas en Wembley. A partir de ese momento todo cambió. Cruyff ya podía inocular el veneno del fútbol a través de la Masía. Porque la gran obra del Flaco no fue la Copa de Europa, ni las cuatro ligas consecutivas del FC Barcelona, su legado es el fútbol que se juega ahora. Aquella semilla que plantó en Barcelona, floreció en la Liga y dio frutos con las dos Eurocopas y el Mundial de España. Todo eso se lo debemos a Cruyff.

El holandés convirtió a un equipo menor que se conformaba con ganar las Copas del Caudillo primero y las del Rey después, en el gran dominador del mundo. Su legado lo recogió Rijkaard y lo llevó hasta las últimas consecuencias Guardiola. Y todavía está ahí, latiendo en cada continente.

Pero por encima de todo esto, Johan Cruyff me enseñó a ver el fútbol de otra manera, con libertad, sin el corsé del doble pivote, me enseñó que la victoria sin estilo no tiene sentido. Y eso vale para el fútbol y para la vida. Así que desde aquí, muchas gracias por cambiar la vida de una niña de once años.


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