sábado, 20 de agosto de 2016

Simone Biles o la revolución de la gimnasia


Mucho se ha hablado en estos Juegos de Río de la sonrisa de Simone Biles, pero pocos se han fijado en que esos dientes blancos, esa muestra de felicidad permanente esconde una mirada de hierro. Biles no es una dulce chica americana, es una competidora feroz que a base de dentelladas se ha abierto un hueco en el Olimpo de las grandes de la historia. Su pasado turbulento, madre alcohólica, problemas en su niñez, la convierten en el perfecto ejemplo del sueño americano: niña con problemas los supera y consigue convertirse en una estrella. Porque eso es ya Biles, que junto a Michael Phelps y Usain Bolt forma la santa trinidad de Río.

Pero esta gimnasta de piernas esculpidas y espíritu de acero es mucho más que una de las grandes vencedoras de los Juegos, es la mujer que ha cambiado para siempre la gimnasia artística. Biles ha llevado las piruetas al límite, ha creado nuevos movimientos que llevarán ya su nombre para siempre, si es que alguna otra se atreve con ellos, y ha marcado un hito con sus cuatro oros y su bronce.

Y sé que esto hace que algo se remueva en el interior de los aficionados que llevamos décadas pegados a la televisión para ver la gimnasia. Porque Biles ha apartado la parte artística de este deporte para centrarse en lo meramente deportivo. Los que hemos amado esta disciplina por su capacidad de emocionar a través del desarrollo del cuerpo nos hemos movido incómodos en el sofá ante un talento desbocado que ha desafiado todas las normas. Biles no es sutil, no es elegante, no es delicada. Simplemente es la nueva gimnasia.

Reconozco que soy nostálgica porque siempre he admirado a los deportistas elegantes por encima de los potentes. No es que sean mejores, es que me gustan más. La sutileza siempre me ha parecido más interesante que la fuerza, que el músculo por el músculo. Pero de Biles admiro su capacidad para no fallar, algo casi impensable en la gimnasia de alta competición. Ella clava una y otra vez, ejercicio tras ejercicio, día tras día. Y lo hace gracias a su espíritu indomable para dejarnos con media sonrisa entre la incredulidad y la emoción. Porque ahí reside la maravillosa magia de Biles, en su inexorable ambición de victoria.

Así que no duden, quiéranla mientras siguen admirando a la maravillosa escuela de las holandesas, guardianas de la esencia de la gimnasia del pasado. Déjense seducir por Simone Biles y su hipnótica perfección y disfruten de las holandesas y de lo que sobrevive de la escuela rusa. ¡Viva la revolución!
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domingo, 29 de mayo de 2016

La historia devora al Cholo


La medianoche estaba cerca cuando Juanfran se acercó al punto de penalti de San Siro. En el lado rojiblanco se agitaban banderas para ahuyentar los fantasmas del pasado, esos que remitían a Hans-Georg Schwarzenbeck y al minuto 93 en Lisboa. El lateral tenía la responsabilidad en sus botas, pero lo que no sabía es que peleaba contra monstruos invisibles que nada tenían que ver con los palos o con Keylor Navas. Mientras Juanfran se dirigía a la portería no era consciente de que tenía que enfrentarse a la gloria del Madrid en Champions, al mito del eterno perdedor, al demonio del pupas rojiblanco.

Ni siquiera el aquelarre del Cholo Simeone ha podido acabar con los espíritus que rondan el Calderón. El técnico argentino parecía tener el remedio para los males atléticos, el conjuro para desterrar la leyenda, para ser el Cruyff del Atlético de Madrid y cambiar para siempre la historia del club. Las vidas de Juanfran y de Simeone se entrelazaron en ese cuarto penalti, ése que ya forma parte de la crónica negra del club.

Antes los rojiblancos habían vivido la noche mágica ante el PSV, el sufrimiento ante el FC Barcelona, el milagro en el partido de vuelta ante el Bayern de Múnich. Era normal que soñaran, que creyeran que este año sí, que la historia iba a ser diferente. Pero no tuvieron en cuenta el peso de los mitos, de los propios y de los de su rival.

Porque no hay peor enemigo que el Real Madrid para terminar con la tradición del perdedor. Los blancos han nacido para ganar Copas de Europa en los momentos buenos y en los malos. Su historia se cimienta sobre Di Stefano y la fe inquebrantable en la victoria. Si el Atlético es el eterno perdedor, el Real Madrid es el ganador perpetuo. Mal compañero de viaje para reescribir una autobiografía.

Así que cuando Juanfran llegó al punto de penalti no tenía nada que hacer. Ya había sucumbido a la cultura perdedora rojiblanca. No me señalen por ser determinista, pocas cosas son tan claras en el fútbol como los mitos sobre los que se construye cada club. Juanfran mandó el balón al palo y perpetúa así la historia. Cristiano mandó el suyo al fondo de las mallas y agranda aún más la leyenda blanca. Seguro que el Atlético de Madrid tendrá otras oportunidades, otro aquelarre en el que deshacerse de su propia leyenda, pero, mientras tanto, tendrá que reconocer que ni siquiera el Cholo puede espantar al demonio. Que incluso él ha sido devorado por la historia.
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lunes, 28 de marzo de 2016

De Cruyff y el amor al fútbol

Me enamoré del Real Valladolid cuando aún no tenía edad para saber qué era eso del amor. De la mano de mi abuelo nació un sentimiento visceral, que va más allá de la razón y lo razonable. Mi amor por el fútbol es otra cosa. Era 1992 y un equipo de locos con un genio holandés a la cabeza estaba a punto de cambiar la historia de un club, de una liga, de una competición, de un deporte y de una niña de once años.


Elegante como pocos y veloz como ninguno, Cruyff ya había cambiado el mundo cuando era jugador. Aquel flaco que había respirado la cantera del Ajax consiguió lo imposible: ganar un Mundial aún perdiéndolo. Alemania se coronó en 1974 pero en la mente colectiva aquella Copa del Mundo la ganó Holanda con Cruyff al frente. Aquel fútbol nacido del pequeño país holandés enterró el catenaccio a golpe de pala y enseñó al mundo que todo podía ser diferente, que el fútbol era para disfrutar y no para sufrir.

Nunca lo he visto en acción, más allá de los goles y las jugadas aisladas que reponen en televisión, pero me lo he imaginado muchas veces, delgado y arrogante, con el balón siempre en los pies, pensando el fútbol antes de ejecutarlo, un icono de los 70 que nunca viví. Pero sí que vi en directo a su Dream Team.

Muchos fueron los que llamaron loco a Cruyff por su valiente 3-4-3, los que le criticaron por fichar a un central holandés desconocido, por jugar con dos laterales bajitos, por preferir centrocampistas jugones al físico de siempre, por levantarse, por respirar. Porque a Cruyff nunca le faltaron detractores, como todos los visionarios tuvo que enfrentarse a los que son incapaces de ver más allá de sus narices.

Todos tuvieron que callar cuando Koeman mandó el balón al fondo de las mallas en Wembley. A partir de ese momento todo cambió. Cruyff ya podía inocular el veneno del fútbol a través de la Masía. Porque la gran obra del Flaco no fue la Copa de Europa, ni las cuatro ligas consecutivas del FC Barcelona, su legado es el fútbol que se juega ahora. Aquella semilla que plantó en Barcelona, floreció en la Liga y dio frutos con las dos Eurocopas y el Mundial de España. Todo eso se lo debemos a Cruyff.

El holandés convirtió a un equipo menor que se conformaba con ganar las Copas del Caudillo primero y las del Rey después, en el gran dominador del mundo. Su legado lo recogió Rijkaard y lo llevó hasta las últimas consecuencias Guardiola. Y todavía está ahí, latiendo en cada continente.

Pero por encima de todo esto, Johan Cruyff me enseñó a ver el fútbol de otra manera, con libertad, sin el corsé del doble pivote, me enseñó que la victoria sin estilo no tiene sentido. Y eso vale para el fútbol y para la vida. Así que desde aquí, muchas gracias por cambiar la vida de una niña de once años.


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martes, 16 de febrero de 2016

De leyendas y de mitos

Era un 24 de mayo de 2009. Hacía calor en un San Siro abarrotado para despedir a uno de los mayores mitos del fútbol europeos. Entre los aplausos de la grada la curva sud, los aficionados más radicales del Milan, empezaron a desplegar una serie de pancartas en las que se acusaba a Maldini de faltarles al respeto mientras recordaban que Baresi era el único capitán eterno del Milán. Sí están leyendo bien. El hombre que formó parte de uno de los equipos más gloriosos de la historia del fútbol tuvo que aguantar el desaire de su hinchada el día de su despedida. Maldini, el lateral incansable, la mano derecha de Sacchi, el corazón de un Milan para la historia, tuvo que escuchar silbidos durante su despedida. En su haber cinco Copas de Europa, cinco, siete Scudettos y decenas de títulos nacionales e internacionales. Su fidelidad al Milan nunca estuvo en entredicho, él encarnaba todos los valores del 'one-club-man'.

Aquel día comprendí que los aficionados no siempre tienen la razón y que muchas veces se dejan llevar por lo accesorio y olvidan lo fundamental.



Todo esto me viene a la mente con el caso de Fernando Torres. Ya habrán oído decir aquello de que en el fútbol solamente vale lo que haces hoy, sin importar lo que hayas hecho durante toda la carrera. Si un día no marcas, ya no sirves, aunque seas una leyenda viva del club. En un fútbol en el que los futbolistas se han convertido en mercancía, de lujo y carísima, pero mercancía al fin y al cabo, está bien recordar que hay jugadores que no pueden llevar una etiqueta con el precio. Y Fernando Torres es uno de ellos. Para un club que buscó su identidad desesperadamente durante años para encontrarla en un niño con cara de bueno y alma atlética estaría bien recordar que los símbolos no se tocan, sean viejos, jóvenes o decrépitos. ¿Quiere decir esto que Torres tiene que jugar aunque esté mal? Por supuesto que no. Quiere decir que el club le debe un gesto a Fernando Torres. Solos los equipos que son capaces de despedirse con elegancia de sus estrellas pueden afrontar el siguiente capítulo de su historia. Lo hizo el Barça con Xavi, no estuvo a la altura el Real Madrid con Casillas. Esperemos que el Atlético despida a Torres como lo que es: leyenda viva rojiblanca.

Y toda esta historia termina en Anfield, el templo del fútbol, donde los códigos aún se respetan. Allí se despidió el año pasado Steven Gerrard de la que ha sido su casa durante tantos años. Nadie le reprochó nada, ni siquiera que un error suyo les hubiera costado la Premier en 2014. En la despedida de Gerrard solo hubo aplausos y agradecimiento. El de un club, una afición, a uno de esos jugadores que no llevan una etiqueta con el precio. Bendito fútbol con sus leyendas y sus mitos que no se compran ni se venden.
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